Este artículo retoma algunos ejes principales del pensamiento de San Agustín que modelaron el pensamiento político de Occidente, tales como salvación, conversión y tentación, a fin de ofrecer una reflexión filosófica acerca del ejercicio del poder y su relación con la moral, sostén de una “política de la fe” que en nombre del Poder-Bien-Salvador se convierte en responsable del sacrificio real y simbólico de los hombres a lo largo de la historia de la humanidad. La contención del poder, y, por tanto, de las pasiones (concupiscencias) que lo empujan a la arbitrariedad y el desen-freno, son temas que confirman la imposible conversión y salvación en la política, ya que el bien salvador ha de ser más fuerte y violento que el mal que combate si quiere lograr su cometido.
This article takes up some of the main axes of St. Augustine’s thought that shaped the political thought of the West, such as salvation, conversion and temptation, in order to offer a philosophical reflection about the exercise of power and its relationship with morality, support for a “politics of faith” that in the name of Power-Good-Savior, becomes responsible for the real and symbolic sacrifice of men throughout the history of humanity. The containment of power, and therefore of the passions (lusts) that push it to arbitrariness and debauchery, are themes that confirm the impossible con-version and salvation in politics, because the savior’s sake must be stronger and more violent than the evil that he fights, if he wants to achieve his mission.
En este apartado se expondrá la relación entre el dogma cristiano y el surgimiento de la filosofía de la Historia de la Salvación, la cual sostiene una antropología negativa del hombre justificada por el pecado original. Así el hombre se proyecta como en una creatura falta de redención, cuya vida en esta tierra es una continua tentación que le exige contener sus pasiones, arrepentirse de ellas, y convertirse al bien si quiere la salvación de su alma y la reconciliación con su creador, en ello consiste el sentido de la historia, en la esperanza de salvación de la humanidad.
Según el cristianismo, la historia comienza con la creación del mundo hecha por el Dios-Uno, una creación que corresponde al orden de la armonía y de la bondad infinita que conserva al ser de su creador, así que “todas las naturalezas, por el sólo hecho de existir son buenas. Y mientras estén situadas donde deben estar, según el orden de la naturaleza, conservan todo el ser que han recibido” (San Agustín, 2010:331). Sin embargo, el orden divino se altera y se corrompe bajo el principio de que Dios es el dispensador de todo poder, aunque no de toda voluntad, por lo que el hombre dotado de alma racional es invadido por un “espíritu demoníaco” que lo acecha y lo pone en tentación, convirtiéndose en pecador que sucumbe ante la sentencia: “Seréis como dios”, comiendo así del fruto prohibido del árbol de la ciencia.
La soberbia es el origen de todo pecado, sostiene San Agustín, lo que significa la negación de la fortaleza de Dios para trasladarla al hombre mismo. El pecado es privatio boni que separa al hombre de su creador “no hacia algo malo en sí, sino de una manera mala, es decir, no hacia naturalezas malas, sino que (él) va mal por separarse del Sumo Ser hacia seres inferiores, en contra del orden natural” (San Agustín, 2010:337). De esta manera, emerge un desorden que desecha y arroja todos sus bienes interiores, y se muestra en lo exterior, como soberbia y orgullo. El alma perversa de los hombres hizo a su carne corruptible, así que en adelante el cuerpo mortal es un lastre del alma que origina todos sus vicios y sus pasiones, por ello, los hombres “temen y desean, padecen y gozan; por ello no ven la luz del cielo, encerrados en las tinieblas de oscura cárcel” (San Agustín, 2010:358). Los hombres se aprisionan, así, con la obstinación de su propia voluntad, la cual los hace esclavos de su apetito desordenado, que se torna costumbre, y sin estar contenida o refrenada, se hace necesidad en tanto naturaleza de los hombres sujetos al pecado.
Lamentando haber creado a un hombre tan maligno, el Dios-Uno decide exterminar a la raza humana y suprimir todo rastro de vida sobre la Tierra. Sin embargo, Noé alcanza la gracia divina y es indultado junto con los suyos y una pareja de cada animal, la divinidad le pide a Noé construir un arca para acogerlos a todos, mientras esperaba el diluvio que exterminaría con el resto de vida sobre la tierra. Con la absolución de Noé y de todos sus descendientes, Dios ratifica una alianza con la humanidad y con todo lo que había salido del arca para no volver a maldecir la tierra por causa del hombre. Se trata de un nuevo orden del mundo, una bendición que ofrece una vida de regeneración, puesto que el alma humana es transformable al reconocer en ella a Dios como su fundamento intransformable.
“En la justicia de Noé, Dios indulta ejemplarmente una vida por venir, una vida cuyo por venir o renacimiento quiere salvar” (Derrida, 2006:140). Éste es el principio de la historia como salvación del hombre: tiempo intermedio que articula el pecado original con la voluntad redentora del Dios único y absoluto, ya que, sin pecado original ni redención final, la historia se torna innecesaria. Así nacen dos ciudades en el tiempo que coexisten pacíficamente hasta la llegada de la parusía y el Juicio Final: por un lado, la Ciudad de Dios, que vive según la fe y desterrada del mundo, se caracteriza por el amor a Dios y el desprecio del hombre por sí mismo, siendo su representante el peregrino Abel, quien no edifica ninguna ciudad en la Tierra; por el otro, la Ciudad del Hombre o terrena, fundada por Caín, el género humano envilecido derrama la sangre de su hermano o de su semejante al despreciar el amor de Dios por el amor hacia sí mismo. Soberbia, envidia, orgullo, ambición, ira, odio, crimen, crueldad, lujuria, rapiña, perjurio, discordia, altercados, guerras y traiciones son las características de esa ciudad.
El Dios que era extraño al mundo deviene en un Dios que interviene en su creación. “El pecado en Adán se ha convertido en propiedad de la raza, es necesario mostrar la redención en el orden del desarrollo histórico. La apologética descansa sobre una filosofía de la historia” (Neville, 2010:28). “El Dios trascendente, uno y trino a la vez, puede –sin dejar de ser trascendente– asumir sobre sí el cuidado del mundo y fundar una praxis inmanente de gobierno cuyo misterio supramundano coincide con la historia de la humanidad” (Agamben, 2008:66). “Es la historia, en su conjunto, desde la creación de la luz hasta el Juicio Final, esa es la justificación de Dios” (Neville, 2010:36). La historia se torna una brújula orientada a la victoria de la Ciudad de Dios sobre la Ciudad del Hombre, esto es, el triunfo del bien sobre el mal del pecado, que no será posible sin la conversión de los hombres.
La filosofía de la Historia de la Salvación tiene como fundamento la conversión, sin la cual, es imposible pensar en otras categorías como la de esperanza y la de porvenir, y en particular, de la esperanza en el porvenir que edifica a Occidente. No hay esperanza sin arrepentimiento. No hay salvación sin conversión, la cual constituye la lucha contra el pecado, y aquel hombre victorioso se vuelve resurrecto o doblemente nacido, pues se levanta de la muerte que constituye el pecado y persiste en su estado de resurrección (San Agustín, 2010:449). Todos los hombres nacen muertos o privados del ser divino por el pecado original, pero no todos resucitarán. Todos los hombres son malos, pero no todos llegarán a ser buenos. Se trata de un renacimiento espiritual que se experimenta en el dominio del hombre sobre su alma, la cual se ha hecho libre al dejar la esclavitud de los vicios y pasiones mundanas. Escribe San Agustín: “cuando uno se deja vencer por algo, queda hecho su esclavo (2 Pe.2, 29)” (San Agustín, 2010:420). El hombre es cautivo de sus pasiones y vicios cuando se llena de vanidad, pero es libre cuando posee el dominio sobre sí mismo al moderar sus apetitos mundanos, de ahí que el siervo, aunque esté sometido a un amo, puede ser libre.
La conversión se corresponde con la búsqueda de Dios como vita vitae, esto es, “tomar la vida, no en el nuevo constatar teórico del hacerse con un conocimiento, sino en un experimentar él mismo en una preocupación [...] Hay algo en el hombre que ni el propio espíritu del hombre conoce [...] a qué tentaciones puede resistir y a cuáles no” (Heidegger, 2003:61). El hombre está oculto para sí mismo, pero sale a la luz en la plena facticidad del experimentar que le permite acceder al bien de la creación y a vivir feliz en Dios. Nadie sabe de lo que es capaz hasta que se conoce en la prueba de resisten-cia a las pasiones del alma.
La exploración del hombre se torna en un conocimiento que deriva de la tentatio, la autoexperiencia del individuo que tiene la posibilidad de “perderse-a-sí-mismo” o “ganarse-a-sí-mismo”, de ahí que el hombre se convierta en su propio problema o en una carga para sí mismo, ya que de su experiencia interior depende la decisión y “la posibilidad del ver y del estar libre de, el superar y el haber superado, del comprender quien [“es”] y lo que [él puede]” (Heidegger, 2003:124). Se trata de vencer las tentaciones como posibilidad de salvación, a partir de la pugna que el ser humano sostiene consigo mismo, ya que los deseos de la carne son contrarios a los deseos del espíritu. De ahí que las palabras para el hombre sean: “No sigas tus apetitos, y apártate de tu propia voluntad” (San Agustín, 2010:358).
La vida del hombre sobre la Tierra se convierte así, según San Agustín, en una continua tentación a tres concupiscencias1 que ha de enfrentar y vencer: la concupiscentia carnis (concupiscencia de la carne), referente al deseo de los deleites carnales o de los sentidos por la que el hombre goza de las formas bellas, luminosas, agradables y cómodas; la concupiscentia oculorum (concupiscencia de los ojos), referente al placer que le genera la curiosidad y la pasión de conocer y es denominada con el nombre de conocimiento y de ciencia, y la ambitio saeculai (ambición del mundo o concupiscencia de los honores mundanos), referente al deseo del hombre de ser amado y temido por el resto de los hombres, así como de preocuparse o afanarse por lo que piensen de él. En este sentido:
La superación de lo cotidiano toma la forma del cuidado de la salvación del alma [...] un vuelco ante el rostro de la muerte y de la muerte eterna, que vive de angustia y de esperanza en la alianza más estrecha, [que] tiembla junto a la conciencia de pecado y se ofrece con todo su ser en sacrificio al arrepentimiento (Derrida, 2006:92).
El hombre depone el orgullo inherente a su existencia mundana para ser humilde y arrepentirse de éste. “Nadie llegará a ser bueno si no era malo” (San Agustín, 2010:377). Primero es la ignominia y luego el honor; primero es lo animal y luego lo espiritual; primero es lo reprobable y luego lo bueno. La conversión trata del cuidado del alma frente al exceso y de su orientación al Sumo Bien. Esto tiene por consecuencia que el hombre resurrecto “use más bien de las cosas temporales que gozar de ellas, para poder gozar de las eternas” (San Agustín, 2010:324). Y así, al experimentar el ordo amoris del summum bonum, el converso deja de gozar de la comodidad y de figurarse a sí mismo “importante”; así como de calcular ventajas sobre sus semejantes, y se coloca en el plano de la desigualdad absoluta, pues dar de forma desigual es olvidar o borrar en cuanto que bueno, y por bondad, el origen de lo que se da. Dar sin retribución ni intercambio: “dar sin contar”, “dar sin saber, sin conocimiento y sin reconocimiento, sin agradecimiento; sin nada, en cualquier caso, sin objeto” (Derrida, 2006:108).
Para el converso, el sacrificio consiste en una economía más allá del pago y de la deuda. Ese es el caso del Abraham bíblico, uno de los representantes de la Ciudad de Dios por antonomasia, aquél cuya grandeza estriba en su virtud estrictamente personal y no en sus virtudes morales. Esto quiere decir que el hombre debe renunciar a “lo ético que es como tal lo general, y como lo general lo manifiesto” (Kierkegaard, 2004:157), lo que implica guardar silencio porque “hablar es introducirse en el elemento de la generalidad para justificarse, para rendir cuentas de la propia decisión y responder de los propios actos” (Derrida, 2006:63).
La ética se presenta para este converso y caballero de la fe2 como la responsabilidad absoluta de guardar el secreto. En ello consiste la tentación de Abraham, a quien el Dios-Uno le pide como prueba de fe el sacrificio de su hijo Isaac. Esta es la experiencia de la soledad porque sólo adquiere importancia y es inteligible para el individuo que la vive. Esta es la experiencia del silencio que oculta lo que exige el secreto, una relación absolutamente responsable de su deber para con Dios (“Lo absolutamente otro”) y por la cual el hombre actúa también como Dios, lo que significa que no rinde cuentas ni justificaciones a los hombres sobre sus actos. “Abraham renuncia a todo sentido y a toda propiedad y ahí comienza la responsabilidad del deber absoluto. Abraham se encuentra en el no intercambio con Dios, está incomunicado porque no le habla a Dios y no espera de él ni respuesta ni recompensa” (Derrida, 2006:93). De esta manera, Abraham se torna en su propio censor, y por ello, encarna la máxima expresión de egoísmo que entra en contradicción con lo general o lo ético al sobreponer su experiencia de fe allí donde la ética sólo ve pasiones imaginarias y absurdas que el hombre se forja bajo su propia responsabilidad, paradójicamente, esta prueba de fe, es, también, la máxima expresión de entrega porque Abraham está dispuesto a sacrificar lo que más ama por amor a Dios y desprecio de sí mismo.
Al respecto, escribe Jacques Derrida:
Es necesario que ame a Isaac con toda su alma, y amarle aún más –si ello es posible– en el momento mismo que Dios se lo exige; sólo enton-ces estará en condiciones de poder sacrificarlo, pues ese amor, precisamente ese amor que siente por Isaac, al ser paradójicamente opuesto al que siente por Dios, convierte a su acto en sacrificio. Y la angustia y el dolor de la paradoja residen en que Abraham –hablando en términos humanos– no puede hacerse comprender por ninguna persona. Sólo en el momento en que su acto está en contradicción absoluta con lo que siente, sólo entonces sacrifica a Isaac, pero al pertenecer la realidad de su acción a la esfera de lo general, es y continuará siendo un asesino (Derrida, 2006:147).
El caballero de la fe es quien dice a su creador ‘heme aquí’, una entrega absoluta que en su secreto (pues nunca diría a nadie que está sometido a una prueba de fe que tendrá que superar con el sacrificio de lo que más ama) lleva el temor, el temblor y la angustia por no poder hablar ni hacerse comprender por el resto de los hombres. Este es el misterio de la prueba de fe: “una clara conciencia de la imposibilidad; por lo tanto, sólo le puede salvar el absurdo” (Kierkegaard, 2004:111). Esta es la razón por la que “la fe comienza allí donde la razón termina” (Kierkegaard, 2004:120), ésta es pasión, no en el sentido de un impulso inmediato del corazón, sino en el sentido referente a la paradoja de la existencia, un movimiento del alma hacia lo infinito que parte de la resignación también infinita; “el último estadio que precede a la fe, de modo que quien no haya realizado ese movimiento no alcanzará la fe” (Kierkegaard, 2004:110). Ésta es pasión consagrada al secreto, por la que Abraham recupera a Isaac, de ahí que “las conclusiones de la pasión [sean] las únicas dignas de fe, es decir, con valor de prueba” (Kierkegaard, 2004:180). De esta manera:
Abraham ve cómo Dios le devuelve, en ese instante del renunciamiento absoluto, aquello mismo que, en ese instante, ya había decidido sacrificar. Se le ha devuelto en dicho instante, ya había tenido que sacrificar. Se le ha devuelto porque Abraham no ha calculado. Buena jugada, dirán los desmitificadores de ese cálculo superior o soberano que consiste en no calcular. La economía se reapropia, bajo la ley del padre, la aneconomía del don, como don de la vida o, lo que viene a ser lo mismo, como don de la muerte (Derrida, 2006:94).
Ahí radica el misterio de la paradoja de la existencia, un misterio de lo absurdo, y por ello mismo, de la esperanza que vive de la fe en lo que no se ve. A eso se refieren las siguientes palabras de San Agustín: “por ahora estriba nuestra salvación en la esperanza; y la esperanza deja de ser esperanza cuando ya se ve claramente lo que se espera” (San Agustín, 2010:492). En ello consiste la práctica de la virtud cristiana: un medio referido a Dios y no a los hombres, una virtud personal y no moral en la medida que con ella pretende una íntima unión con su creador, y es precisamente por esta razón que el hombre cristiano, aun practicando la virtud, reniega de ella al olvidar o borrar el origen de lo que da, de ahí que este “caballero de la fe” jamás pensará en la prédica ni en el reconocimiento de los hombres, tampoco osará denominarse a sí mismo “bueno” o “justo” –tal como sí lo hace el hombre perverso– sabe que nunca estará a la altura de su creador y que su deuda será siempre infinita, haga lo que haga. Por esta razón, el hombre que se experimenta virtuoso y que se convierte al bien sabe, paradójicamente, que el supremo fin del hombre no es la virtud ni el bien, sino Dios mismo en quien reposa su salvación personal.
En este apartado se explicarán dos argumentos, el primero destinado a describir la relación entre política y dogma cristiano, a través de la teología política, no desde la perspectiva de la relación histórica entre poder e Iglesia, sino desde la perspectiva filosófica en la que la nada existencial del hombre le exige actuar como el Dios creador de sus propias condiciones de vida. Lo anterior coincide con la teoría política moderna, la cual enarbola que sólo en un universo sin Dios el hombre es libre y puede hacer valer su individualidad y su historici-dad en el mundo. Así, mientras el dogma teológico cristiano apunta al carácter pecaminoso del hombre y su redención, luego de la expulsión del paraíso de la que es culpable, la teoría política apunta de forma paralela a la necesidad de reparar la ausencia de Dios mediante la política que le da sentido a su existencia bufa; es decir, la explicación de una teología política que apunta a la soberanía del poder, no como sinónimo de poder absoluto, sino como creación del todo, a partir de la nada (existencial). El problema viene después (como parte del segundo argumento expresado en el segundo subapartado), ese hombre pecaminoso y expulsado del paraíso experimenta las concupiscencias propias de su existencia en el mundo, de modo que el poder, más allá de ser el sentido existencial mismo, se expresa en una perpetua tentación cuyo punto más álgido está en la relación siniestra entre política y moral. El Bien-Poder, o Poder del Bien, se cree llamado a realizar el reino de Dios en la Tierra y alcanzar la paz escatológica del fin de la historia (lo que implica la configuración de un poder absoluto que exige el dominio de todo y de todos), y que ha resultado para Occidente en la explicación teológico-filosófica de las más grandes atrocidades de la humanidad. Esta forma de poder devela el carácter de la idea de Imperio y de las grandes ideologías que, en nombre del bien, “sacrifican” la vida de otros hombres en aras de un poder purificante que justifica la violencia. El hombre poderoso tiende a verse a sí mismo en el Abraham o “caballero de la fe” (el que habla con Dios, de hecho, él es su portavoz), sin embargo, se autojustifica como “héroe trágico”, dado que para la ética su violencia siempre tendrá un sentido expiatorio.
Dios como naturaleza es la nada y,
en ese vacío radical, el hombre malo
construirá la historia.
– Cesáreo Morales
El deseo revolucionario de realizar el reino de Dios
es el punto elástico de toda cultura progresiva
y el comienzo de la historia moderna.
– Karl Lowith
El pecado original funda la existencia del hombre en el tiempo. La caída del hombre en el estado de corrupción constituye el umbral entre la imagen y semejanza divina, y la imagen y semejanza bestial. La expulsión de Adán del paraíso se convierte en un arrojo al vacío de la creatura soberbia que se sabe finita y que no posee de antemano las condiciones para su existencia en el mundo. Así fue como “el ‘seréis como dioses’, prometido por la serpiente a Adán y a Eva, se con-virtió en su contrario, y al comer la manzana descubrieron su finitud trabajada por la soberbia y la ambición” (Morales, 2010:138). Adán –el hombre– experimenta el temor de su descobijo por la ausencia de Dios, cuya implicación es, también, la ausencia de presencia fundadora en el mundo. Aquí radica el temor y la angustia del hombre abandonado a la libertad, esto es, a la indeterminación.
Así pues, el “Dios retirado”, término empleado por el filósofo Jean-Luc Nancy, afirma la necesidad que tiene el hombre de reparar la ausencia de presencia fundadora en el mundo al nacer culpable o en deuda por la retirada del ser. Además, la conciencia de su finitud al probar del fruto prohibido de la ciencia desgarró su “poder-ser-total” de la creación deviniendo en un ser roto o escindido, éste es el principio de su desdichada insatisfacción en el plano existencial, en tanto que es finito y también continens, por ello “piensa en lo que le falta, no en lo que le asiste, y siempre habrá algo que le falte” (Heidegger, 2003:59). No obstante, este ser escindido del hombre es también la posibilidad que tiene para repararse a sí mismo, de ahí que su pensamiento, de acuerdo con San Agustín, sea un cogitare3 o cogito, cuya pretensión es recoger o juntar su ser fracturado, mediante su alma que recuerda el bien perdido por el pecado original.
Bajo este principio se establece la Ciudad Terrena en la que el hombre, representado por Caín, fundará la promesa de un recuerdo infinito por el que busca la paz que algún día tuvo en el paraíso. El hacer histórico humano se convierte así en el vestigio, la marca o la huella homogénea que consagra el mundo a su creador; la historia deviene en la incesante repetición de intentos por redimir el pecado original, y se convierte en la historia de la libertad “pensada como un poder (o quizá simplemente como un deber...) regido por su propia deficiencia, una deficiencia de la esencia del hombre” (Nancy, 1996:12), que busca la manera de expiar su culpabilidad por el pecado original y “poder-ser-total” todavía como Dios-Uno.
La creatura soberbia que recibió del ser divino la potestas sobre todas las aves, plantas y bestias de la tierra, y que carece en el mundo de la auctoritas para gobernar entre sus semejantes posee una voluntad rapaz. “El mal impulsa al hombre a acercarse a otro hombre para saciar su apetito de dominación, desarrollar sus pretensiones egoístas y colmar así la nada de la creación” (Morales, 2010:130). Por ello, busca en el poder, entendido como dominio, la forma de cubrir el vacío de su miserable existencia, de ahí que su vida sea la de “un perpetuo e incesante afán de poder que cesa solamente con la muerte” (Hobbes, 2010:79), ya que el hombre no sólo apetece, sino que además desea,4 y por ello mata. La envidia es, de acuerdo con Thomas Hobbes, el deseo de suplantar al semejante. Condición caínica por la que cada “yo” pretende ser el tirano de todos los demás al ver en el “no-yo” al enemigo que se debe aniquilar.
“La historia del hombre se instaura, así, como historia del mal en tanto que está en la creatura soberbia como su posibilidad más propia de rechazo de la existencia [...] el odio de la existencia como tal” (Nancy, 1996:145). Historia del hombre malo, problemático o amenazante, que busca apropiarse del otro para llenar el hueco de su existencia furiosa o iracunda, que reclama todo para completarse a sí mismo y reparar con ello la escisión de su ser por el pecado original. Esta es la condición humana en el mundo: un estado de guerra cuya disposición manifiesta es ver en el otro a la amenaza imponderable. Indiferenciados entre sí, los enemigos deben asegurar su vida y protegerla con anticipación, por lo que deberán “dominar por medio de la fuerza o por la astucia a todos los hombres que puedan [...] hasta que ningún otro poder sea capaz de amenazarle” (Hobbes, 2010:101).
No obstante, en ese estado de guerra, un mysterium tremendum5 acecha al hombre y lo pone a temblar ante la conciencia de su irremplazabilidad en el mundo. Es ante la experiencia de la muerte del otro, y ante ella, como el hombre se dice: “el otro es mortal, por lo que mi responsabilidad es singular e intransferible” (Derrida, 2006:51). Sólo un mortal es responsable, ya que mientras los seres vivos desaparecen, el hombre muere, él es el único animal llamado a responder de su existencia en el mundo. Autojustificación, egodicea por la cual la creatura soberbia se convierte en la conciencia de sí cuya libertad angustiosa rinde una justificación a la nada de su ser en el mundo al ordenar-se, explicar-se y salvar-se a sí misma de la muerte, del dolor, del terror, de la impotencia, de los poderes oscuros, del caos y del sinsentido, de ahí que “con la creencia y con la política, el hombre comienza a vivir según razones” (Nicol, 1977:175).
La experiencia de la violencia y de la irremplazabilidad de la existencia une a los hombres. “El temor a la muerte, el deseo de que las cosas son necesarias para una vida confortable, y la esperanza de obtenerlas por medio del trabajo” (Hobbes, 2010:105), hacen que el hombre que ha recibido la orden divina de “creced y multiplicaos”, invente “la política como tarea de diferir la violencia, desarmar al atacante y poner a salvo la vida y la libertad” (Morales, 2007:13).
Caín es el fundador de la primera cultura. “Lo primero de todo, el crimen, es decir, el asesinato de Abel; e inmediatamente después, la ley contra el crimen: cierto que cualquiera que matare a Caín, siete veces será castigado” (Girard, 2006:68). Así, “la prohibición del ‘no matarás’ confirma que descendemos de una generación de asesinos” (Derrida, 1998:143). Este se convierte en el primer signo cultural que condiciona la existencia de vínculos sociales entre los hombres, quienes han convenido en establecer su existencia en común para vivir en paz y mantener así la seguridad de su existencia física.
La política implica la seriedad de la muerte y, por tanto, de la vida. Lo real de ésta se encuentra en el conflicto irresoluble. La política salva la vida del mal de la muerte y con ello se instaura como promesa de “vivir juntos”. De esta manera, el hombre se convierte en creador y legislador de sus propias condiciones de su existencia en el mundo. Condición de la Ciudad Terrena donde el hombre imita al Dios-Uno, mediante la soberanía del poder con la que edifica su propia autoridad, y con ello, establece el derecho a gobernar sobre sus semejantes. Dado que la fuerza sin la justicia es tiránica, ambas deben marchar unidas en el gobierno del hombre, pues “si de los gobiernos quitamos la justicia, ¿en qué se convierten sino en bandas de ladrones a gran escala?” (San Agustín, 2010:185). La justicia se coloca así como el derecho más sagrado que se aplica a fuerza de fuerza y se sostiene con la autoridad que está llamada a producir para no perder su legitimidad.
Sólo existiendo en un universo sin Dios es como el hombre puede afirmar y hacer reconocer su libertad, su historicidad y su individualidad única en el mundo, convirtiéndose así en el constructor y el legislador de todas las cosas. Esa es la fundamentación del poder en la Ciudad Terrena. La soberanía del poder político actúa como la presencia invisible del Dios-Uno en el mundo, estableciendo con ello el principio de una teología política:
El homo politicus está “psíquicamente dispuesto”, en la medida en que él no es el monarca, a hacer las veces del Uno [...] in absentia de éste, como si fuera “él mismo” quien estuviera presente [...] El homo politicus y el homo metaphysicus históricamente se dan juntos; los buscadores del Estado y los buscadores de Dios son, evolutivamente, gemelos (Sloterdijk, 2002:38 y 61).
Bajo el supuesto de que el hombre imita al Dios-Uno en la Tierra, se sigue el deseo revolucionario de realizar el reino de Dios en la Tierra. Esto presupone el ejercicio de una “política de la fe” 6 que persigue lo imposible: la unificación del género humano bajo la idea de imperio, por la cual emprende la guerra, en un afán de querer todo y a todos bajo su dominio y que justifica bajo el rostro noble de justicia, pues su tarea mesiánica se trata de consumar el “intermedio” histórico en la anhelada paz escatológica. La tentatio del hombre poderoso es la de experimentarse a sí mismo como Señor de la Historia de la Salvación. Tal es la “política apocalíptica para los últimos días de la humanidad que muestra con toda claridad cómo se entrelazan dinámicas suicidas y dinámicas asesinas de mundo [en las que] no queda ya rastro alguno de responsabilidad con lo existente” (Sloterdijk, 2007:160).
Una creatura que mediante la libertad que le hace conferida
hace que el mundo de Dios que no necesita la redención,
necesite ser redimido. La creatura capaz de esto, el ser humano,
demuestra que es libre no mediante sus buenas acciones,
sino mediante sus crímenes.
– Carl Schmitt
Sacrificio, venganza, crueldad, esto es lo que se imprime
en la génesis de la responsabilidad o de la conciencia moral [...].
Pero el diagnóstico de crueldad apunta al mismo tiempo
a la economía, el tráfico comercial (compra y venta)
en la institución de la moral y la justicia.
– Jacques Derrida
El poder es promesa de orden, pero su ejercicio siempre franquea o está a un paso de la arbitraria coacción de la violencia. El poder radica en el deseo de la creatura soberbia dispuesta a dominar y a usar a los demás como medios. Tentatio uti para el “animal inteligente” que declara que “hacer uso es ser libre” (Nicol, 1977:37). Aún con la autoridad, que le brinda reconocimiento por parte de sus semejantes –a quienes les exige obediencia– el hombre poderoso se rodea de una “servidumbre voluntaria”, pues los hombres “quieren servir para tener bienes [...] quieren apropiarse de los bienes sin recordar que son ellos mismos quienes les dan fuerza para quitarle todo a todos [...] Ven que nada ata más a los hombres a su crueldad que a los bienes” (De La Boétie, 2003:44). Su libido dominandi hace que calculen sus acciones para obtener ventajas e importancias y extraer placer de la comodidad.
Concupiscentia carnis, señala San Agustín, por la que los hombres gozan de los juegos, los teatros, los espectáculos, los banquetes y las bellas formas, y por ello sirven y son usados por otros hombres de quienes pretenden a su vez extraer beneficios. Entre ellos sólo hay cómplices que se temen y se benefician mutuamente, deseo de apropiación y de uso. “Ser libre o esclavo es el dilema de lo político y de la existencia. La ambición se despierta ante la amenaza de ser sometido, por lo que el más fuerte se rodea de una servidumbre a punto de traición” (Morales, 2010:73).
El poder va unido a la seducción, juego de artimañas, cuya intención es exhibir sus adornos y sus pintas. Máscaras del deseo que en el resentimiento de sus propias miserias apuestan a engañar y adular. Juego de fintas en el que se hace esclavo aquel que se deja vencer por sus vicios, por el placer en los honores mundanos y en el deleite de los sentidos. Este es el motivo por el cual, señala San Agustín, que el poderoso suele ser el más esclavo al ser absorbido por su soberbia y su sed de ambición. Él es el hombre que no sólo usa a los hombres y a los bienes temporales, sino que, además, goza de su propia crueldad. Gilles Rais 7 es prueba de ello.
“La tentación de San Antonio”
de Bernardino Parenzano, 1494
El poder es tentatio y ni el hombre que se dice “bueno” o “justo” se libra de su condición humana. Nadie sabe de lo que es capaz hasta que se conoce en la prueba misma del poder, y el hombre que se prueba, descubre que el poder va en el desenfreno y en el placer de hacerlo todo sin ser visto. Condición soberana del poder, pues “lo mismo da no estar sujeto a error que no poder ser acusado de error” (Schmitt, 2009b:51). Así lo expone Platón en el relato del anillo de Giges:
Los que cultivan la justicia no la cultivan voluntariamente, sino por impotencia de cometer injusticias. Esto lo percibimos mejor si nos imaginamos las cosas del siguiente modo: demos tanto al justo como al injusto el poder de hacer lo que cada uno de ellos quiere, y a continuación sigámoslos para observar adónde conduce a cada uno el deseo. Entonces, sorprenderemos al justo tomando el mismo camino que el injusto, movido por la codicia, lo que toda criatura persigue por naturaleza como un bien, pero que por convención es violentamente desplazado hacia el respeto a la igualdad. El poder del que hablo sería efectivo al máximo si aquellos hombres adquirieran una fuerza tal como la que se dice que cierta vez tuvo Giges, el antepasado del lidio. Giges era un pastor que servía al entonces rey de Lidia. Un día sobrevino una gran tormenta y un terremoto que rasgó la tierra y produjo un abismo en el lugar en que Giges llevaba el ganado a pastorear. Asombrado al ver esto, descendió al abismo y halló, entre otras maravillas que narran los mitos, un caballo de bronce hueco y con ventanillas, a través de las cuales divisó adentro un cadáver de tamaño más grande que el de un hombre, según parecía, y que no tenía nada excepto un anillo de oro en la mano. Giges le quitó el anillo y salió del abismo. Ahora bien, los pastores hacían su reunión habitual para dar al rey el informe mensual concerniente a la hacienda, cuando llegó Giges llevando el anillo. Tras sentarse entre los demás, casualmente volvió el engaste del anillo hacia el interior de su mano. Al suceder esto se tornó invisible para los que estaban sentados allí, quienes se pusieron a hablar de él como si se hubiera ido. Giges se asombró, y luego, examinando el anillo, dio la vuelta al engaste hacia fuera y tornó a hacerse visible. Al advertirlo, experimentó con el anillo para ver si tenía tal propiedad, y comprobó que así era: cuando giraba el engaste hacia dentro, su dueño se hacía invisible, y cuando giraba hacia fuera, se hacía visible. En cuanto se hubo cerciorado de ello, maquinó el modo de formar parte de los que fueron a la residencia del rey como informantes; y una vez allí sedujo a la reina, y con ayuda de ella mató al rey y se apoderó del gobierno (Platón, 2014:49).
Así, bajo los supuestos de que el poder es tentatio y que, según San Agustín, el hombre se enfrenta a tres concupiscencias en la vida cotidiana, se tiene que el hombre poderoso experimenta la tentatio de la ambitio saeculai por la que reclama admiración, veneración, amor y temor por parte de sus gobernados, incitando sus deseos, miedos y esperanzas. Escribe Spinoza:
Quien tiene la máxima autoridad es aquel que reina sobre los corazones de los súbditos [...] y aunque no es posible mandar sobre las almas (animus) como sobre las lenguas, también las almas están de algún modo bajo el mando de la suprema potestad, ya que ésta, puede lograr de muchas formas, que la mayor parte de los hombres crean, amen, odien, lo que ella desee. Por eso, aunque estas acciones no son realizadas directamente por orden de la potestad suprema, muchas veces, sin embargo, como lo acredita ampliamente la experiencia son hechas por autoridad de su poder y bajo su dirección, esto es, por su derecho (Spinoza, 2003:355).
Pero la soberanía del poder no se contenta sólo con gobernar el alma de los hombres, también persigue su carne a la manera del Dios-Uno; la carne con su alma, es decir, con su sangre, el símbolo de la vida en cuanto tal. Ésta es la mayor pretensión del poder que dispone de la vida del ser vivo-hombre y a quien hace sangrar. Violencia mítica del derecho que ejerce su crueldad, aniquilando la vida para satisfacerse ella misma, al tiempo que justifica la efusión de su crimen como muerte sagrada. Tentatio del poder que produce modos interpretativos para legitimar su crueldad y convertirla en violencia expiativa que clama el sacrificio de los hombres; una ofrenda con la que el hombre intenta redimirse de su propia culpa original, a partir del asesinato sublime del otro.
“El sacrificio de Isaac”
de Michelangelo Merisi da Caravaggio, obra realizada entre 1590 y 1610
La tentatio perpetua del hombre poderoso consiste en verse a sí mismo como un caballero de la fe, que, en su misterio demoníaco, esto es, en su secretum, o de su “guardar-en secreto”, experimenta la prueba abrahámica de fe que exige inmolar al otro. Secreto impenetrable para los hombres con respecto a aquel que habla con Dios y le pide el “sacrificio carnívoro”. “Instante de la aporía porque responder al ‘otro absoluto’ obliga a sacrificar al ‘otro singular absoluto’, a todos los otros hombres y mujeres, animales, plantas, piedras” (Morales, 2012:157). Violencia mítica que se torna soberana o divina, y por ello, absolutamente responsable al no rendir cuenta de sus actos a nadie, pues nada hay superior a ella. Construye, además, con posterioridad lo que estaba llamada a producir de manera anticipada, a saber, modelos interpretativos apropiados para leer retroactivamente, para dar sentido, necesidad y sobre todo legitimidad a la violencia que ha producido (Derrida, 2010:94).
Ésta es la razón por la que el hombre tiende a verse a sí mismo como un caballero de la fe que, sin embargo, se autojustifica como “héroe trágico”. De esta manera, con la religión, el crimen y la violencia se justificarían a partir de un sentido redencional o expiativo, de modo que “lo sagrado es la violencia trascendental y el sacrificio es el acto violento que hace posible esa misma trascendencia” (Girard, 2006:46). El asesinato de la víctima culpable o “chivo expiatorio”8 se convierte en la redención misma y en el origen de la cultura, demostrando así, que el mundo que no necesita de redención es, sin embargo, redimido al convertir el crimen en violencia expiativa, purificante o divina.
Lo anterior, se agudiza con la “tentatio ocolorum” para el hombre poderoso que asegura descubrir y saber el misterio de lo divino (Geheimnis) al confundirlo “con un misterio de visión y de contacto, cuando en realidad la ley moral no se deja jamás ver o tocar” (Derrida, 1981:31). Nacimiento funesto de la política para Occidente que encontró en la moral la fuente de su legitimidad. Como señala Jacques Derrida, fue con la política grecoplatónica como ésta adquirió una identificación con el Bien, una esencia que al ser visible o accesible a la mirada humana se convierte en la pretensión del Uno como encarnación del bien y la verdad. Fue así como el cristianismo, por señalar el ejemplo por antonomasia, se presentó en “la universal intuición del universo como historia” que conllevaría a la doctrina política universal de la salvación.
La historia se convertiría así en una epopeya teleológica y escatológica de la revelación que serviría de legitimación a la libido dominandi del hombre. Roma concibió la unión de los hombres mediante una monarquía universal la cual probaría que “el reino celestial sí es de este mundo” al establecer “una relación providencial entre el fin del Estado nacional por la monarquía de Augusto y la aparición de Cristo” (Peterson, 1999:79). La pax augusta era la paz escatológica prometida por los profetas que ponía fin al combate entre las naciones y pueblos vinculados al paganismo. Triunfo de la Ciudad de Dios en la Tierra que trae consigo el reino de la paz, de la gloria y de la bondad, a través de un Juicio Final que hace la partición entre hombres salvos y no salvos.
Con el paganismo cristiano se consolidó la máxima expresión de la iniquidad del hombre que legitima su crueldad y sus pretensiones de quererlo todo y a todos bajo su dominio: El hombre dueño y “Señor” del mundo y de la Historia, que en nombre del poder salvador que representa, arremete contra la vida del ‘mal’ viviente, de ahí que escriba Jacques Derrida al respecto: “el mito ha bastardeado la violencia divina con el derecho. Mal casamiento, genealogía impura: no mezcla de sangres sino bastardía que en el fondo habrá creado un derecho que hace correr la sangre y hace pagar con sangre” (Derrida, 2010:137). Relación siniestra entre moral y política de la fe.
Sintiendo el celo de la justicia que pretende ejercer en lugar de Dios, el hombre transforma “lo incalculable” de la bondad y de la justicia en el “cálculo” más perverso, que en nombre del bien y de la justicia, ejerce su derecho legítimo a perseguir al infiel que osa ir en contra de su orden “divino”, convertir a los hombres en esa misión pastoral y aniquilar como prueba de su omnipotencia divina al enemigo, la encarnación del mal en el mundo que simplemente no merece vivir. Por ello “el gobierno, en virtud de su poder, debe dirigir la empresa de la salvación, y en virtud de esta función debe otorgársele más poder, de hecho, un poder ilimitado” (Oakeshott, 1998:87), para que ese orden divino purifique de todos los males a los hombres. Así fue como el poder del bien y de la justicia emprendió la “guerra justa”9 y sigue arremetiendo contra la vida del “no-yo”.
Esta es la razón por la que el lema del poderoso es: “Nosotros los buenos, nosotros los justos”. El poder anda en busca de su bien y el bien de su poder. Entre esos extremos se constituye el Estado, poder del bien y bien del poder. Aunque el orden del bien tenga que establecerse por medio de su derecho a “dar la muerte”, desemboca en un “orden de guerra y en una pedagogía que obliga a destruir o esclavizar a los débiles, los vacilantes, los que se resisten a creer que el hombre fuerte es Dios” (Morales, 2010:51). Así, el poderoso-bueno-justo es llamado a cumplir gozosamente, la aniquilación del enemigo-maligno. Homo sacris: la creatura expuesta al peligro de la salvación: tarea incansable del orden que declara la guerra, “otra experiencia de la muerte dada y doy la mía en el sacrificio de morir por la patria” (Derrida, 2006:26), de ahí que: “salvar es entonces, trazar una línea de demarcación de lo ineluctable ante los de creencia diferente, los diferentes, los no-salvos. Línea siniestra de un frente de batalla y de aniquilación” (Morales, 2012:247).
El poder no salva, pues la conversión del poder sólo ha de hacerse a través del mal de la muerte y el sacrificio real y simbólico de los hombres. El caballero de la virtud pierde frente a la violencia. No hay nada que redimir cuando el mundo es como es. La condición humana es incapaz de librarse del peligro de su propia iniquidad, lo que implica una vida que se experimenta en el conflicto irresoluble y en la violencia perpetua, de manera que la paz eterna, tan anhelada por el hombre, es siempre efímera porque la soberbia de la victoria, la gloria y el dominio se ve ensombrecida por su propia fugacidad ante la adversidad que suscita en aquellos hombres que también buscan imponer su paz, y por tanto, su voluntad, a través de la guerra.
“El coloso”, Francisco de Goya,
obra realizada entre 1818 y 1825
Fuente: https://es.wikipedia.org/wiki/El_coloso#/media/Archivo:El_coloso.jpg
“La historia deviene así en la historia del enseñoramiento y de la humillación, una ininterrumpida repetición de engendros dolorosos y de costosos esfuerzos que una y otra vez fracasan” (Löwith, 1998:232) en su intento por establecer el reino celestial en el mundo, así lo han demostrado los grandes proyectos de sentido en sus diversas facetas, llámese el judeocristiano, el liberal-progresista, el hegeliano, el marxista y el fascista. El fracaso les viene encima porque su grandeza nunca es suficiente para acabar al mundo y dominarlo por completo. Su poder es impotente porque nunca coincide con su querer. Ante ello, queda recordar las palabras de San Agustín: “¡Oh, si los hombres acertasen a conocer que son hombres!”
A partir del pensamiento agustino-cristiano se plantea la (im)posibilidad de autocontención del poder, cuyo ejercicio se da en la perpetua tentación y las concupiscencias del alma. Frenar a las pasiones implica una reflexión sobre la relación entre ética y poder, la cual termina siempre por convertirse en el ejercicio más perverso de la crueldad en nombre de los valores más altos, como la justicia, el pueblo, la nación, la democracia, el bien común, etcétera. El legado cristiano apunta al fracaso de la conversión en política, pues el poder no es sinónimo de bien, mas requiere de una noción del bien para su ejercicio. El poder tiende a idealizar su violencia, aunque la violencia no tenga nada de ideal.
Lo anterior es bien advertido por la filosofía y la ciencia política, las cuales coinciden con la antropología negativa cristiana: el poder no es de buenos ni de virtuosos, necesita de contención. Así han intentado dar diversas soluciones a ello, mediante la noción de la división de poderes, la figura del filósofo rey platónica, así como de la voluntad general y el bien común rousseaunianos, por mencionar algunos ejemplos. No obstante, el problema del poder sigue vigente: ¿cómo frenarlo?, ¿cómo contenerlo de la arbitrariedad? Preguntas a las que el pensamiento agustino tiene posibles respuestas: El problema del poder es, y seguirá vigente, en tanto es el problema del hombre y su ser-hombre-en-el-mundo. Cualquier intento por superar su condición lo devela más humano e inicuo. La salvación no es de este mundo; acaso es personal y cabe desconfiar de ella porque la concupiscentia oculorum podría hacerme creer que soy sabio, bueno y justo, lo que me llevaría a la prédica y al intento de salvar a otros. Pero no hay salvación sin violencia de por medio, pues el Bien ha de mostrarse más fuerte que el Mal para cumplir su cometido.
Heredera del grecoplatonismo, la relación siniestra entre política y moral para Occidente inspiró las ambiciones imperialistas a lo largo de la historia de la humanidad, así como todos los grandes relatos e ideologías dotadas de sentido teleológico-redencional. Es por ello que, aunque se anhele la salvación en la Ciudad del Hombre, se sabe que es mejor prescindir de ésta. Por ello, quizá, una de las razones por las que actualmente se toma el retorno de las grandes ideologías (comunismo, fascismo, nacionalismo), a las que se declararon superadas (piénsese en Francis Fukuyama), se debe a las heridas de la memoria histórica-social. No es casual que nadie quiera hablar de ellas, sólo se habla, por ejemplo, del “fantasma” populista, que encarna ese postulado moral-político que recuerda a la denominada por Michael Oakeshott “política de la fe” que reclama para sí el ejercicio del gran poder en su misión salvadora (Oakeshott, 1998:62).
Lo cierto es que como también señala el filósofo británico, la “política de la fe” forma parte de toda política, por ello, su misión salvadora no se ha de negar ni de estigmatizar. Todo poder presupone un postulado moral. El problema viene cuando la distinción entre moral y política se desdibuja. La reflexión se orienta, de nuevo, a la relación problemática entre ética y poder que se presenta como enigma, pues nadie se conoce hasta que se pone a prueba frente al poder. Creerse Dios o saberse hombre es la consigna por la que los hombres hacen o padecen la historia.